El verano de 2021 va a ser un año que algunos (los
aficionados al fútbol) recordarán como el de la marcha de Messi del fútbol
español, otros (la mayor parte probablemente) como el del regreso de los Talibanes
al mapa político mundial) y algunos (los que menos, y espero que tú no seas uno
de ellos) el del bananakiki, el último atentado contra la vida de Leticia
Sabater. En mi familia, sin embargo, este verano será recordado por lo que
descubrimos la semana pasada, asunto del que aún creo no hemos hablado lo
suficiente: Julián, el tendero del pueblo, se llama en realidad Pablo.
Todo sucedió el pasado sábado en nuestra compra semanal de verano, cuando Julián, de Supermercado Julián, me servía unos magníficos tomates; a mi habitual "gracias Julián" siguió la habitual sonrisa de Julián. El bueno de Julián. Julián, Julián, mi estimado Julián.
Y de repente, como si de un sueño en el que despiertas desubicado, oí detrás de
mi: "Pablo, ¿te quedan pepinos", y después su mujer: "Pablo,
¿puedes ponerte un momento en la caja?", y luego: "hasta luego,
Pablo". En definitiva: Julián tras años siendo Julián, se llamaba Pablo.
Pablo ha aceptado resignado que imbéciles como yo nos
dirijamos a él como Julián, que en realidad es el nombre de su padre, el
fundador del negocio y el que le dio nombre. Esa es al menos mi teoría, que el
personaje ha eclipsado a la persona.
Pablo es nuestro Chanquete de Corral de Calatrava, el
personaje que acabó odiando Antonio Ferrandis. Que se olviden de tu nombre, que
seas no tú mismo, sino lo que los demás han decidido que seas, poniéndote un nombre
que nunca fue el tuyo. Me lo imagino abatido en la intimidad de su casa,
llorando en los brazos de su mujer, gritando: ¡Hasta cuándo cariño, hasta cuándo!
Toda la vida Julián, esto va a durar toda la vida. Y es que la vida es eso casi
todo el rato, lo que ven los demás de ti, nunca lo que tú - y solo tú - ves de
ti mismo. Qué difícil es ser consciente todo el tiempo de esto. Algo así como
la empatía, pero al revés.
Y aquí os dejo tres libros como tres soles que nos enseñan
que, como a Pablo (o a Julián) uno es lo que le toca ser en este mundo, a veces
un peón, a veces un marciano y otras veces un ser confinado. Disfrutadlas,
merece mucho la pena:
El peón, Paco
Cerdá
La disputa sirve de punto de partida a la narración de dos
vidas, la de los dos ajedrecistas, que fueron utilizados como símbolos y
estandartes de sus respectivos países en un periodo histórico en el que se
avecinaban cambios decisivos para ambos apíses: España, con la necesidad de
mostrarse al mundo como una dictadura aperturista y con voluntad de modernización,
y Estados Unidos, en plena guerra fría con la URSS, y donde el ajedrez era el
símbolo perfecto de una batalla ganada por los rusos durante décadas y donde
Fischer se erigía como gran esperanza de triunfo de occidente (como sucedió años
después).
Pero el autor, no conforme con diseccionar estas dos vidas,
nos muestra en torno a este mismo año (en 77 capítulos, tantos como movimientos
tuvo la partida Pomar-Fischer), otras vidas, otras biografías de personajes
que, con mayor o menor fortuna, fueron utilizados por ambos países como piezas
para un propósito mayor. Por las páginas del libro desfilan figuras anónimas
(algunas, no todas) con la que escribir la historia del camino hacia la
democracia (en el caso de España) o la reivindicación de derechos y de
conquistas como la defensa de pueblos indígenas, la cruzada antinuclear o las
apasionantes historias de espías en la segunda guerra mundial (en el caso de
EEUU). Cabezas de turco que casi nunca encontraron el espacio merecido en la
Historia con mayúsculas.
Y con todos los autores les aplica la figura del peón y su
misión en el tablero de ajedrez como metáfora perfecta en la vida: personajes
secundarios con movimientos previsibles y con la imposibilidad de retroceder,
con el propósito único y final de servir a una figura mayor (el rey) y a menudo
sacrificados por otras figuras de mayor valor. También con una aspiración tan
remota como posible, alcanzar la última fila del tablero y convertirse en otro.
Un libro apasionante que me ha atrapado de principio a fin, ya
que siempre me he sentido atraído por las semejanzas entre la enorme simbología
de lo que ocurre en un tablero de ajedrez y la propia vida, donde todos son
(somos) importantes y cada uno tiene una misión y un propósito. Aplicado al
mundo de la empresa, el ajedrez nos puede ayudar a entender que todas las
piezas, sin excepción, cumplen un propósito, y donde desde un sencillo peón
hasta la todopoderosa reina, forman un equipo donde cualquier movimiento es
importante y donde el éxito solo se entiendo desde la contribución común.
Crónicas
marcianas, Ray Bradbury
Con este comienzo, ¿Quién se resiste a leer la crónicas
marcianas de Bradbury? Después de Proyecto
Hail Mary, un libro extraordinario de ciencia ficción dura, tenía antojo de
volver a uno de los clásicos, de los que conforman el canon de la ciencia
ficción actual, aquellos en lo que prima lo filosófico a lo científico. De todos, este
es mi favorito, eterno y clásico entre los clásicos, el más redondo e
insuperable. Si no lo has leído, solo puedo recomendarte encarecidamente que lo
hagas.
¿Cómo hablar de estos magníficos relatos sin arruinarte la
experiencia de adentrarte por primera vez en ellos? La mejor forma es no
hablar de ellos, sino hablar de lo que estos te transmiten. Lo mejor de Crónicas Marcianas es que, como las
grandes obras de Ciencia Ficción, utilizan la excusa de hablarnos de futuros,
universos y lugares hipotéticos, imaginados (en este caso la conquista de Marte
por parte del ser humano) para hablarnos de nosotros mismos. Crónicas Marcianas es grande porque nos
sirve como espejo para ver lo que menos nos gusta de nosotros, de nuestra forma
de hacer civilización (en la Tierra), de nuestra capacidad para despreciar lo
desconocido (al prójimo, a la cultura diferente, a lo que escapa de nuestra comprensión),
y sobre todo a nuestra tendencia a repetir errores, sin importar cuántas veces
los hayamos cometido antes.
Me encanta el conjunto de los relatos, como crónicas a lo
largo de los años, tanto en el caso de las historias largas (por su clarividencia,
por lo fascinante de sus respectivos desarrollos), como – y de forma especial –
las historias cortas, las de apenas unas líneas. Son estas últimas las que
permanecen en mi memoria, como poesía que gana con el paso (y el poso) del
tiempo. Como El verano del cohete,
como Las langostas.
Pero qué bonito verano ha quedado con este reencuentro con
la ciencia ficción clásica, con esa que abrió mis ojos adolescentes a la
fascinación por la lectura, y qué bonito descubrir que esa capacidad de
fascinación permanece intacta. Sin duda, este es el comienzo de un nuevo
reencuentro con grandes relecturas, para leerlas, pero también para recomendarlas (como a María José, que espero esté disfrutando el libro).
Entre comillas,
Isabel Castañeda
En este caso, como ya hizo con Bajo techo, nos encontramos con una propuesta que nace del
confinamiento, de la reclusión forzosa y distópica en la que nos vimos
atrapados en la ya inolvidable primavera de 2020, fecha para no olvidar nunca.
Isabel Castañeda reflexiona en voz alta sobre lo que ve a
través de la ventana, sobre los detalles del mundo en los que antes no
reparaba, sobre su relación con el exterior, sobre el futuro, y sobre como este
va a cambiar a partir (y debido a) de la irrupción del virus.
Supongo que con libros como este, con mayor o menor valor
literario (hay de todo) podremos componer en el futuro un mosaico del tiempo
vivido, ese que tuvimos la fortuna de protagonizar. Porque haberlo vivido es tener
ahora (y en el futuro) la enorme oportunidad de contarlo.
Feliz semana a todos.
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